Sobre la serie: LEVE.

…pero a la levedad a la que se refiere Díaz nada tiene que ver con ligereza o liviandad. Su levedad más bien hace parte de una especie de gran metáfora que alude a la condición humana, a su fragilidad, su sutileza, su impermanencia, e inclusive su oxidación o deterioro. Expresar una idea tan abstracta, tan intangible, no es fácil. Pero Díaz haciendo honor a su trayectoria, utiliza lienzos y papeles, aunque no como soporte, no para plasmar su problemática, sino para que encarnen, para que materialicen y transmitan ellos mismos su noción del espacio urbano, de la noche urbana…

Eduardo Serrano

Curador y Gestor de arte

En los trabajos de Diego Díaz gran parte del protagonismo es del soporte, del papel que se involucra como un actor principal en las escenas y cuya tonalidad, negra o roja, establece el ánimo, el carácter, el espíritu de las representaciones. Sus papeles revelan y ocultan simultáneamente. Revelan un tiempo, unas circunstancias, una situación que en el caso de los papeles negros está patentemente relacionada con la noche, pero que al permitir observar sólo un detalle puntualmente iluminado, oculta lo aledaño y posibilita al observador para ver inclusive más allá de los límites físicos de la obra, supliendo con sus conocimientos y experiencias el resto de la escena.

La misión de ocultar y revelar se da igualmente en el caso de los papeles rojos, pero este color se identifica con las ideas de peligro, pasión y deseo constituyendo el escenario apropiado para escenas sugerentes de erotismo o de violencia. Sus jóvenes personajes son representados con la seguridad y percepción de los viejos maestros, pero su apariencia contemporánea así como la atmósfera bohemia de donde surgen con precisión admirable, los vincula claramente con el aquí y el ahora, es decir con un tiempo en el cual la bohemia ya no representa una actitud anti burguesa sino un pasatiempo salpicado de drogas y de alcohol, experiencia aceptada y habitual en el acontecer urbano.

Eduardo Serrano

Curador y Gestor de arte

El dibujo como principio y como fin.

Aunque no es tiempo de juzgar la obra de Diego Díaz, la suma de sus años comparada con la madurez de sus obras, hacen que estas se vean mayores que él, completas, formales, reflexivas, como salidas de las manos de un artista curtido por los años en el oficio.

El dibujo resuelto, de trazo seguro, la pintura limpia y la capacidad de traspasar sus personajes para ir más allá de sus formas y adentrarse en su intimidad, son facultades que auguran grandes momentos para el artista.

Sus figuras, detalladas con lápices de colores o ejecutadas con pinceles milimétricos, están imbuidas en el vacío, se funden en los fondos planos, en los rojos intensos o en los negros rotundos que las envuelven como si quisieran ocultarlas sin lograrlo, pues, por el contrario, el color las enfatiza como si fuera una caligrafía. Este efecto, probablemente tomado de la fotografía que es otro de sus lenguajes, obliga al espectador a escudriñar sus obras tratando de comprenderlas en su reserva, casi retado por meterse hasta el fondo de la pintura en donde el artista las ocultó.

Sus protagonistas son seres comunes, reales, pueden ser sus vecinos, sus amigos de infancia o los personajes del pueblo en donde vive, pero todos están cargados de historias, de sentimientos y expresiones que el artista logra trasladar al papel y al lienzo de su pequeño universo.

Finalmente, por encima de toda consideración, el dibujo es el gran protagonista en la obra de Diego Díaz. Aunque en algunas épocas de la historia del arte colombiano haya sido visto como una técnica menor al servicio de la pintura, grandes dibujantes han dejado profundas huellas en nuestra historia y hoy, como en una especie de vanguardia, una generación de jóvenes artistas se ha dejado seducir por él, con una minuciosidad y esmero que nos recuerdan las épocas gloriosas de los expedicionarios que marcaron la geografía de la flora colombiana o los trazos básicos de los dibujantes de la Colonia, pasando por todas las épocas en las que el dibujo ha sido el principio y, en el caso de Diego Díaz, el fin.

Pilar Velilla

Periodista, Gerente del Centro de Medellín

“Sin título” es un dibujo de Diego Díaz de 2012 realizado con lápices de color sobre papel Murillo negro, de 70 por 70 centímetros

La conciencia de que casi todo lo que vemos puede ser falso, o al menos incierto, es una de las características del mundo contemporáneo. Leonardo da Vinci aseguraba que el conocimiento que se logra con el sentido de la vista es el más seguro; pero hoy pensamos lo contrario, a partir de lo que sabemos de psicología de la percepción y determinados como estamos por el manejo de las tecnologías de la comunicación, y más todavía en el terreno digital.

Por eso resulta tan inquietante una obra como la de Diego Díaz (El Santuario, Antioquia, 1986) que permite tomar conciencia de que, más allá de lo que aparece, vemos lo que sabemos y lo que nos interesa. En contra de la aspiración predominante desde el Renacimiento de buscar una representación minuciosa y detallada del mundo, Diego Díaz, aunque parece tan exacto como un pintor clásico, sabe que nuestra mente estructura y completa y que, en definitiva, nos permite ver lo que, en realidad, no está físicamente en la imagen fijada sobre el papel. Pero, al mismo tiempo, resulta claro que esto no es un mero asunto formal y técnico sino que es parte de la investigación del artista sobre lo que podríamos llamar los colores de la noche.

“Sin título” es un dibujo de Diego Díaz de 2012, realizado con lápices de color sobre papel Murillo negro, de 70 por 70 centímetros, que pertenece al conjunto que presenta en la galería Naranjo & Velilla bajo el título “Negro a Rojo”.

El interés por la vivencia de la noche, que aproxima a Diego Díaz con su maestro Óscar Jaramillo, pertenece a la experiencia urbana del hombre moderno y plantea la exigencia de un uso particular del color y de la luz, que determina los sistemas de iluminación, la escogencia de los lápices y, en especial, la definición de los soportes y del encuadre de las figuras sobre ellos.

Lo que el dibujo nos presenta son apenas sugerencias. En efecto, la elección del papel negro trae como consecuencia la intuición de un espacio que, aunque nocturno, no genera la idea de vacío sino, mejor, la de que somos como voyeristas atentos a las figuras que, en ambientes saturados de gente, se nos revelan gracias a luces escenográficas, fugaces y puntuales. De hecho, se percibe que son muy distintas las obras sobre papel rojo, donde el espacio es menos temporal, más psicológico y erótico; y, por supuesto, serían diferentes estos dibujos sobre papel blanco.

Es igualmente definitiva la cuidadosa ubicación de las figuras en el papel porque determina nuestra propia ubicación y, de paso, genera distintas relaciones emotivas con ellas y con la obra misma; en este caso, nuestro punto de vista las enaltece y destaca.

Pero, como ya se dijo, las formas y estructuras solo se validan en la medida en que se crean como fuente de sentido. Y lo que aquí aparece es la noche como color de experiencia, posibilidad de encuentro o de ruptura, con figuras que solo vemos parcialmente y de cuyas vivencias nunca podemos estar seguros; figuras que nos descubren una cara de la ciudad cargada con la belleza de la intimidad y de lo cotidiano.

Sugerencias que actúan más sobre la mente que sobre los ojos.

Carlos Arturo Fernández

Periodista, Profesor de Historia del Arte